VÍA SANTA
- Rubén Cedeño
- 13 sept 2015
- 2 Min. de lectura
En el Colegio Omariye de Jerusalén donde estaba la Fortaleza Antonia, en donde Pilatos condenó a Jesús, cada viernes a las cuatro de la tarde se congregan cientos de personas para comenzar desde allí, la “Vía Santa”, llamada Viacrucis. La calle en toda su extensión es tortuosa y en subida, muy angosta no más de tres o cuatro metros de ancho, llena de puestos de comercio por todos lados, gente comprando, transeúntes pasando, motos que atraviesan tocando bocinas y en ciertas partes algunos autos queriendo pasar; policías regañando, gente empujando y hablando cualquier cosa, un calor sofocante con los chorreones de sudor que se deslizan por la espalda, rezos que se funden con el canto del muecín en árabe. Pero así se va con las plegarias, unas veces en latín, otras en italiano, en ruso y castellano; cantando en el más puro gregoriano el “Pater Noster” o el “Salve Regina”. Todo conducido por padres franciscanos, los custodios de Tierra Santa. Así es la vida del ser humano, entre lo profano y lo sagrado, así se avanza por el vivir y se adelanta hasta atravesar más de medio Jerusalén para llegar, trepar el calvario y trascender. En algunos de los lugares donde sucedió un acontecimiento con Jesús en este transitar hay una capilla, bien sea católica, copta o armenia. Algo pasa, cierto asunto indescriptible se siente al hacer esto, tiene su magia, los lugares poseen su fuerza, hablan y transmiten su energía por sí mismos. El Vía Crucis surgió en la Edad Media para rememorar los pasos y sucesos que vivenció Jesús desde que lo condenaron hasta que fue crucificado, muerto, sepultado y resucitado. Tanto el nombre de esta actividad religiosa como los de cada estación están cargados de los conceptos de quienes lo crearon según esa época oscurantista y doliente. Otra concepción sobre los hechos hay para esta Edad de Oro que ya amaneció, no acusando que Jesús padeció todo lo que sufrió por notros y haciéndonos culpables de sus penas, sino transformándose todo esto en un proceso interno de crecimiento, propio de un participante espiritual activo del momento. Para llegar a esta concepción y escribirla han tenido que pasar 35 años, caminando una y otra vez meditando día tras días en cada estación en Jerusalén y así he llegado a dos concepciones: la del “Vía Crucis de Jerusalén” y un último abordaje, actual, totalmente positivista, que aparece en el libro “Cuarta Iniciación”, transmutando cada palabra de connotaciones dolorosas, en procesos completamente llenos de entusiasmo.

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